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El Fénix de los Ingenios una noche de fiebre

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Este martes 25 de noviembre se conmemora el natalicio de Lope de Vega (Madrid, España, 1562-1635) uno de los grandes genios de la literatura española y, sin lugar a dudas, el poeta más celebrado de su tiempo. Junto con Cervantes, Góngora, Quevedo, Mateo Alemán, Ruiz de Alarcón, Villamediana, Tirso, Calderón, Gracián y tantos otros, compone el llamado barroco español. Una forma de vida, de ser, de vivir, de creer y hasta de hablar, afirma Antonio Carreño en su prólogo a las Rimas humanas y otros versos (Crítica, 1998), comprendida bajo el más pretencioso término de Siglo de Oro.
lope-de-vega.jpg picture by antoniosarabiaHijo de un diestro bordador de casullas y frontales que llegó a coser para la reina, la vida de Lope transcurre en plena España de los Austrias, desde el reinado de Felipe II hasta el de Felipe IV. Sobre su educación no hay datos precisos aunque el mismo Lope dedica una de sus comedias al muy ilustrísimo señor don Íñigo de Mendoza, catedrático de la universidad de Alcalá cuando yo estudiaba en ella y hace también otra ambigua referencia a su posible paso por Salamanaca.
En su juventud fue soldado y actor (cuando fue representante / primeras damas hacía, cuenta Quevedo con su acostumbrada mala leche) antes de entrar como secretario al servicio de algunas casas nobles como la del obispo de Cartagena, la del marqués de Malpica, la del duque de Alba, la del conde de Lemos y, posteriormente, con una lastimosa servidumbre que mantendría hasta el final de su vida, la del duque de Sessa.
Pero cuando aún era joven y comenzaba a destacar escribiendo versos y comedias, encontró musa e inspiración en la calle de Lavapiés, donde vivía la actriz Elena Osorio hasta que el padre de ésta, Jerónimo Velázquez, un astuto empresario teatral, prefirió para su hija la fortuna de otro a los libretos de Lope: dejas un pobre muy rico, le escribió Lope chasqueado, y un rico muy pobre escoges, / pues las riquezas del cuerpo / a las del alma antepones.


A principios de 1588 se le destierra de Madrid debido al escándalo causado por hacer públicos sus frustrados amoríos con Elena Osorio una dama se vende a quien la quiera / en almoneda está ¿quieren comprarla?… Tenía entonces veinticinco años y ya era el dramaturgo más célebre de España. Monstruo de la naturaleza, le llamó admirado el propio Cervantes, reconociéndolo dueño único de la monarquía cómica.
El exilio abarcó su matrimonio con Isabel de Urbina, unas temporadas en Valencia, Toledo y Alba de Tormes. El nacimiento de sus hijitas Teodora y Antonia, ambas muertas en la edad primera, y el deceso de su esposa a consecuencia del malparto de Teodora, en la primavera de 1595. Matrimonio y destierro duraron siete años.
velazquez2.jpg picture by antoniosarabiaPoco después de su regreso a Madrid, la muerte de doña Catalina de Saboya, a fines de 1597, cerró las puertas de los teatros y, a partir del 2 de mayo del 98, una cédula real prohibió las representaciones de comedias. Las vacas flacas le obligaron a contraer segundas nupcias. Para eso sedujo, por interés, a Juana de Guardo, la hija de un acaudalado carnicero de Madrid. Esa boda le hizo blanco de todas las pullas, ironías y murmuraciones de la corte, incluyendo el inevitable malicioso soneto de Góngora, aquel que comenzaba a ti Lope de Vega, el elocuente, / repentino poeta acelerado; / morador de las fuentes del mercado / sustentado con sangre de inocente… Juana trajo como dote veintidós mil reales de plata doble y fue una magnífica esposa. Dulce, abnegada, comprensiva. Lo aceptó conociendo sus torrenciales amores con la hermosa comedianta Micaela de Luján, a quien Lope dedicaría algunos de sus más bellos poemas de amor, y nunca le dirigió un reproche, una queja, una protesta.
Cuando se abrieron de nuevo las puertas de los teatros, el 17 de abril de 1599, Lope tuvo una época de abundante producción escénica que le llevó a la cumbre de la fama. Su celebridad traspasó entonces las fronteras de España. La muerte vino a poner punto final a este período de su vida: Juana y Micaela murieron. Los hijos de Juana, exceptuando a la pequeña Feliciana, no sobrevivieron a su madre, y de los siete que procreó con su amante sólo le quedaron dos: Marcela y Lopillo.
A la muerte Juana, el 13 de agosto de 1613, Lope tomó una repentina e imprevisible resolución. Estaba lejos de ser joven. Había sobrevivido a dos matrimonios y rebasado los cincuenta. Una edad en la que los hombres de su generación que aún tenían vida comenzaban a preocuparse por la muerte. Él creyó que el sacerdocio le traería alguna respuesta a sus interrogaciones, sosiego a sus inquietudes y cobijo espiritual que lo amparara hasta el fin de sus días. Yo me muero de amor -que no sabía, / aunque diestro en amar cosas del suelo-; / que no pensaba yo que amor del cielo / con tal rigor las almas encendía.
velazquez_4.jpg picture by antoniosarabiaTomó los hábitos sin conseguir enfriar su sangre ardiente y apasionada y así entró en la última y definitiva fase de su existencia al enamorarse sin remedio, ya siendo sacerdote, de una hermosa joven de la corte, Marta de Nevares, a quien alude en cartas y poemas con el bello sobrenombre de Amarilis. Ése es también el título de una novela mía que narra esta última aventura de su vida y que saldrá publicada este próximo mes de enero en la colección Verticales de Bolsillo de la editorial Belaqva. De ahí, como un homenaje en este aniversario de su nacimiento, he extraído un capítulo en el que Lope, durante un intempestivo viaje a Valencia en el verano de 1616, cae enfermo de calenturas. Así, en medio de los trastornos producidos por la fiebre, hace un delirante balance de su vida. La vida de un hombre, de un poeta único, para quien parece haber sido especialmente escrita aquella frase de Terencio: Homo sum: nihil humanum alienum a me puto.

LOPE SE DESCUBRE BAÑADO EN SUDOR. Siente los cabellos mojados y revueltos mientras va adquiriendo, poco a poco, una noción imprecisa de sus miembros febriles entre las sábanas empapadas. Se percibe de manera vaga e indefinible, como si la superficie de su cuerpo, su piel ardiente y húmeda, fuera algo lejano y ajeno flotando en una región apartada de su ser. No sabe si sus ojos están abiertos o cerrados. Si la noche se le ha venido encima envolviéndolo de pies a cabeza, cegándole como una negra mortaja, o si al fin sus ojos enfermos han perdido la vista por completo. Aunque ciego lo ha estado siempre, se dice, aun viendo a plena luz. ¿Estará, entonces, muerto? No, a los cadáveres no los agitan semejantes estremecimientos, no los concibe padeciendo escalofríos. Su frente va quemando, al pasar, sus pensamientos. Delira. En su desvío confunde esta escapada a Valencia con aquel viaje a Toledo, dos años antes, cuando estaba por ordenarse de presbítero. Revive sus antiguas crisis, el anhelo de reorientar su existencia y sacudirse, al mismo tiempo, el dolor por la esposa muerta, la amante muerta, los hijos muertos. Él, que no bebe, se embriaga con la esperanza de la renovación. Se halla de nuevo a punto de recibir las órdenes, el pecho inflamado de intenciones piadosas. Está alojado en casa de su gran amiga, la cómica Jerónima de Burgos, doña Gerarda, como gusta llamarla él. Se sobresalta al encontrarla en su desvarío. Su presencia intangible le hiere como un aguijonazo y se aferra a la almohada impregnada de transpiración. La célebre actriz le escucha entre divertida y burlona, sin tomar para nada en serio sus nuevas inquietudes, sus deseos de entregarse a Dios. Le mira con la incredulidad retratada en sus hermosas facciones. Lope gesticula en la oscuridad, intenta convencerla utilizando un juego de palabras: ordenarse, le dice, para ordenar el desorden en que ha transcurrido su vida. Ella responde con exquisita coquetería, Lope abraza la almohada, hunde el rostro en el sebo maloliente de sus propias secreciones, siente de nuevo a su alcance aquella carne codiciada, le causan vértigo esos ojos que le invitan a remover los residuos de su antigua pasión, a buscar alguna pavesa ardiente bajo la leve capa de cenizas.
PortadaAmarilis.jpg picture by antoniosarabiaSe hace el desentendido. Con los ojos cerrados ¿abiertos? los párpados húmedos, ve transformarse el semblante de doña Gerarda en el del severo rostro del obispo De Troya. A Lope le ha gustado el apellido. Sólo un Troya, se dice, puede ordenarle a él, hombre de tantos incendios. El obispo le riñe por su desenvoltura y sus maneras cortesanas, por sus atusadas barbas y bigotes, tan contrarias a la condición que está a punto de alcanzar. Le manda rasurarse para la ceremonia. Lope se siente humillado y ofendido. Desde adolescente no había vuelto a mirar su rostro imberbe y ahora, frente al espejo, lo encuentra ridículo. Piensa con desesperación en lo que dirán de él en la corte cuando se presente rapado. Lope se crispa en la oscuridad y vuelve a encontrar el rostro de Jerónima de Burgos esforzándose en contener la risa. Así, sin barba y con faldas, dice ella al verlo, sus amigos poetas lo confundirán con la vieja criada, Catalina, en la casa de Madrid. Incapaz ya de dominarse, la mujer estalla en carcajadas irresistibles. Lope la encuentra más hermosa que nunca con el rostro encendido y los ojos brillantes. Más deseable también. En su interior le bullen la furia y el deseo y se arroja de pronto sobre ella para desahogar, en ese cuerpo sorprendido, todavía convulsionado por la risa, contento de someterse a sus deseos, tantas semanas de abstinencia y frustración. Lope se estremece, los sueños le tiran de los cordones retorciendo en el lecho su marioneta rezumante. Se mira de madrugada, lanzado de la cama de la actriz, y ve ocupar su lugar junto a la cómica al anciano don Tomasino, al que sustituye un regidor y después un representante, y a todos los va despachando ella, con el mismo gusto que a él, por turnos, y no se levanta sino hasta después de mediodía para reunirse otra vez con el poeta porque tanto ajetreo le ha despertado el apetito y es hora de comer. Así que eso es ordenarse, piensa Lope consumido por la fiebre. Entrar unos momentos en la iglesia, tirarse boca abajo, con las manos extendidas, frente al altar, escuchar unos cuantos latinajos, y salir de la casa del Señor para seguir siendo el mismo. Igual al estiércol de la tierra, reacio a la nieve que lo cubre y que derrite incapaz de disimular su apariencia. Se da cuenta de que no hay piedad en su corazón para los pretendientes de Jerónima de Burgos, quienes malgastan en ella su amor, su tiempo y su dinero, ni repugnancia hacia la vida lujuriosa y promiscua de la actriz, ni arrepentimiento por haber reincidido en sus antiguas relaciones con ella. Cuando se trae harto el cuerpo, se dice recordando su juventud, da menos pena el alma.
Jerónima, Doña Gerarda, la del buen nombre, llega a apodarla él en su siguiente carta a Sessa recordando una confidencia del duque: su amante, a quien han dado el poético sobrenombre de Jacinta, se llama también, en realidad, Jerónima. La irrupción del almirante de Nápoles acapara ahora la febril fantasía del enfermo que se revuelve exhausto, jadeando entre las sábanas, sin poder escapar a sus pesadillas. ¿Hasta cuándo durará ese calor, esa transpiración insoportable? Siente la lengua y el paladar llenos de ampollas. El duque está, como de costumbre, celoso. Envía al recién ordenado sacerdote una larga misiva saturada de reproches y reconvenciones. Se queja de soledad y lo acusa de demorar su regreso a Madrid entretenido por sus aventuras con la Burgos. Lope vuelve a redactar, en sueños, las cartas que escribió dos años antes, para excusar su tardanza y tratar de contentar a Sessa. Unas las acompaña con obsequios, todas con reiteradas afirmaciones de amor y fidelidad. Hace prometer a Jerónima que tendrá hacia su excelencia, cuando lo vea, la misma buena disposición que ha mostrado hacia él durante la estancia en Toledo. Llega al extremo de hacerse acompañar por ella en el viaje de regreso a Madrid. La cómica se detiene en la corte el tiempo suficiente para presentar sus respetos al duque, en privado, y recibir de él algunas mercedes. Lope siente que se sofoca, le duele la garganta. Su cuerpo parece por fin haberse vaciado de líquidos. Su cerebro, sus entrañas, son dos brazas ardientes. Tiene dificultad en comprender los siguientes acontecimientos. ¿Qué habrá pasado entre el duque y la bella comedianta? Ninguno de los dos le vuelve a mencionar el encuentro. Doña Gerarda decide volverse bruscamente a Toledo, y lo hace sin dar a Lope más explicación de su partida que un compromiso inaplazable con Alonso de Riquelme para representar una comedia. Ni siquiera acepta quedarse al bautizo de la pequeña Feliciana, hija de Lope y de su fallecida esposa, Juana de Guardo, a quien había prometido apadrinar junto con el duque de Sessa. Lope abre la boca y el aliento quema sus labios resecos como un hálito de fuego. El Fénix se consume en su propio incendio. No a la manera del ave mitológica, sino como un magro dragón moribundo que no resurgirá de sus cenizas.
El nuevo sacerdote confía en que, quedándose él en Madrid y Jerónima en Toledo, le será más fácil adaptarse a la vida de religioso. Durante el bautizo de Felicianita renueva sus votos de perfeccionamiento espiritual. Pero el duque de Sessa no puede privarse de la complicidad y el talento de su antiguo secretario para sus conquistas amorosas, ni de su pluma para todo tipo de correspondencia erótica. Lope le había advertido, tiempo atrás, que sus confesores lo reñían cada semana por escribir esos papeles. ¿Qué dirán ahora que se ha ordenado sacerdote? Comprende que vive en pecado y trampea la manera de confesarse para poder comulgar durante la misa. Ardiendo en calentura, enterrando las uñas descuidadas en las sábanas sucias, se pone de rodillas y escucha su propia confesión el día de San Juan. El confesor se niega a darle la absolución si no hace propósito de enmienda y de poner fin a sus asuntos con Sessa. Lope, de rodillas aún, crispa las manos sudorosas como si quisiera estrujar entre ellas las cartas que escribe al duque planteándole su problema moral, eleva los brazos al cielo, se encuentra delante de Sessa que le mira implacable. Lope extiende el puñado de cartas para que las lea no quisieron absolverme si no daba palabra de dejar de hacerlo, le dice, me aseguraron que estaba en pecado mortal. Ensaya la humildad no me hubiera ordenado si creyera que había de dejar de servir a vuestra excelencia en alguna cosa, mayormente en las que son tan de su gusto. Recurre a la adulación: si algún consuelo tengo es saber que vuestra excelencia escribe tanto mejor que yo, que no he visto en mi vida quien le iguale… Suplícole tome este trabajo por cuenta suya para que yo no llegue al altar con este escrúpulo ni tenga cada día que pleitear con los censores de mis culpas. El duque permanece impasible, la larga cicatriz de su mejilla izquierda adquieren un tono violáceo. Lope lanza un gemido, el sudor se confunde con las lágrimas en su rostro húmedo; apela a los sentimientos religiosos: …le vuelvo a suplicar a vuestra excelencia, por la sangre que Dios derramó en la cruz, no me mande que en esto le ofenda… El duque continúa imperturbable. Lope se deja caer en el suelo, agotado, tembloroso, es más fácil ablandar al confesor, Fray Martín de San Cirilo, y aun sobornarle, dedicándole la edición de sus Rimas Sacras. Se revuelve en el lecho obligado a seguir escribiendo cartas, cartas, cartas, llenas de lascivia y dirigidas a Jacinta, la amante de Sessa. ¿Por qué el duque nunca habrá querido presentársela? ¿Existirá realmente? ¿Será una invención, una excusa para justificar sus caprichos y demandas? En sus alucinaciones, Lope ve a Jacinta con la cara del mulatillo adolescente que tañe y canta para el duque y escribe, escribe, escribe…
Entre las cartas hay una que resplandece con letras de fuego. Le quema las manos. No ha sido escrita por él. Lope tiene la impresión de estar al borde de un precipicio; vuelve atrás en el tiempo: se acaba de ordenar en la Venerable Orden Tercera de San Francisco y la ceremonia coincide, a pocas semanas de distancia, con la quema de varios homosexuales en Madrid, algunos de los cuales, se murmura, habían pertenecido a aquella orden. Lope ya no escribe. Está de pie, en el corral de las comedias, leyendo esa especie de carta abierta que alguien ha dejado clavada en uno de los tablones del teatro. La misma que se repite y comenta en tertulias y mentideros. Va dirigida a él. No está firmada, pero todos los que ríen de la ocurrencia ven en ella la pluma de don Luis de Góngora. Lope la despedaza con furia y se queda con un trozo del papel entre las manos. No puede dejar de leer las últimas estrofas:
Dícenme que terceros disolutos / cual suelen las livianas y ligeras / mujeres dar de putas en terceras, / aquestos, de terceros, dan en putos. / Si esto es verdad, aconsejarte quiero / que tu ingenio tercero y peregrino / en cosa que es tan vil no de ni tope. / Porque si das en puto de tercero/ tomando lo nefando por divino / dirán luego en Castilla, “esto es de Lope”.
Los asuntos de su ordenación y de sus tercerías con Sessa mezclados con la frase que todo Madrid repite para afirmar la calidad de una cosa, dan pie a Góngora para rematar el soneto. Tiembla de rabia ante el infernal ingenio del cordobés. Vuelve la cabeza y se encuentra con su rostro aguileño, severo y avinagrado, la mirada altanera e incorruptible, una ave rapaz que le persigue graznándole todos los nombres: señor Lope de Vega, señora Lopa, Lopillo, Lopico, a este Lopico lo pico. Lope trata de desembarazarse de la sábana, de huir hacia el borde de la cama, de alejarse de ese pájaro negro, ave de mal agüero, que le ataca con las alas extendidas… No, no, no. Lope se lleva las manos al rostro, perlado de sudor y de lágrimas y al tocarlo, al escuchar su propio gemido apagado, recobra la conciencia en mitad de la noche. Respira hondo. Son sólo sueños, pesadillas en las que se han ido convirtiendo los recuerdos. No está en Toledo, ni en Madrid. Esto es Valencia, el año de gracia de 1616. Se medio incorpora en el lecho. La cama, las ropas, él mismo, parecen haber sobrevivido a una gran inundación. Busca algún lugar seco de la almohada donde apoyar la cabeza e intenta descansar concentrando sus pensamientos en algún sujeto agradable. Lo primero que le viene a la mente son las serenas facciones de Marta de Nevares y su sonrisa le produce un efecto sedante. Cielo humano, murmura, usando a su pesar una figura de Góngora. Se estremece un instante al recordar aquel pájaro oscuro y amenazador y luego vuelve a sentirse dueño de sí. Ha pasado Lope-or, las alucinaciones producidas por la fiebre, se dice intentando esbozar una sonrisa.
¿Qué estará haciendo Marta de Nevares? La imagina a esas horas en su casa de la calle del Infante, acostada junto a su marido. Por primera vez, la imagen de ese cuerpo joven y airoso, tal vez desnudo en la misma cama que Roque Hernández, tan a su alcance, tan irremediablemente sumiso a las urgencias del macho que yace junto a ella, le despiertan un sentimiento muy parecido a la envidia. No puede reprimir un ataque de celos. ¿Y el duque? ¿Habrá encontrado alguna excusa para visitarla? Es muy poco probable, piensa Lope. El es el único eslabón entre Sessa y la joven. Con él ausente al duque le será difícil inventar un pretexto para verla. Esa es la verdadera razón por la que decidió dejar Madrid.
Quiere salvar a Marta del duque sin saber cómo. Salvarla a ella y salvarse él. ¿Qué hacer? ¿Cómo manejar los sentimientos que empiezan a revelarse y rebelarse en su interior? Esas dulces antiguas sensaciones que ahora le provocan pánico y dolor. No es como con la Loca, se repite, no es la entrega carnal lo que le inquieta, de esa puede uno siempre arrepentirse porque harta cuando colma los sentidos. Es la otra entrega, la que exige cuerpo y alma sin llegar a saciarse nunca, la llama en que ardieron Isabel de Urbina y Juana de Guardo y Micaela de Luján, la que se alimenta de su propio fuego y dura hasta el latido final del corazón.
¿Y Lucía? ¿Habrá llegado a Valencia? Su llegada estaba prevista para principios de agosto. El cayó enfermo… ¿cuándo cayó enfermo? La calentura le ha hecho perder la cuenta de los días.
Lo vence de nuevo la fatiga. Trata de quedarse dormido con la dulce imagen de Marta de Nevares en el pensamiento, y la esperanza de que venga a visitarlo en sueños. Recuerda una de sus rimas. Ir y quedarse y con quedar partirse, / partir sin alma e ir con alma ajena, / oír la dulce voz de una sirena / y no poder del árbol desasirse; / arder como la vela y consumirse / haciendo torres sobre tierna arena; / caer de un cielo y ser demonio en pena / y de serlo jamás arrepentirse
Contra mí mismo peleo, defiéndame Dios de mí, se dice antes de quedar profundamente dormido.

Antonio Sarabia


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